
Una publicación original para el Heraldo de Aguascalientes
Uno nunca sabe, bien a bien, que ese de que a alguno le pegue un soponcio –una de esas voces de semántica llena de vaguedades–, hasta que lo padece en cabeza propia.
Comencemos señalando que yo, que no me puedo poner a presumir de éxitos vitales, de triunfos profesionales, de audaces decisiones, sí que puedo presumir de tener una salud de hierro.
Mis frecuentes visitas a los ambulatorios y a las salas de urgencias, tienen más que ver con mis imprudencias, que a problemas de salud: no es por tener la salud frágil, por ejemplo, que me he partido hasta siete veces, por todas partes, la pierna izquierda (esquiando, jugando baloncesto, futbol…)
Hace cosa de un año tuve un percance de esa naturaleza.
Con una frágil escalera, alcancé la parte más alta de mi casa, para hacer una reparación; una reparación que debí haber encomendado a un experto en esas cosas que involucran herramientas y habilidades manuales de las que siempre he carecido.
Era una tarde en que estaba yo solo en casa.
Cuando bajaba, mal realizada la tarea, llevaba una pesada caja de herramientas en una mano, lo que provocó que la escalera resbalara de su base; luego de golpearme en el costado en la parte alta de un muro, caí de mala manera de una altura de unos tres metros, para quedar tendido sobre la azotea de la planta baja, sintiendo que me había roto, lo menos, el costillar, por no hablar de algunos golpes y raspones más.
No eses que estuviera herido de muerte –si no, no estaría escribiendo esto, como resulta obvio–, pero sí apaleado, inmovilizado y, lo peor, solo, sin nadie al alcance de mis ayes y quejidos (que por lo demás no proferí: me quedé sin aire). Cayó la noche y mientras yo pensaba en alguna solución para no pasar allí, tendido y golpeado, lo menos lo que faltaba para la siguiente mañana, en que alguien se pasaría por casa, una nube de mosquitos comenzó a volarme sobre la cabeza, como si se tratara de una parvada de siniestros buitres.
Con el teléfono móvil a buen resguardo, dentro de casa, y lejos de mi alcance (que de cualquier manera no iba a servir de nada, a menos que vinieran a rescatarme en helicóptero), todo fue reponerme del trancazo, arrastrarme a casa, tomarme un analgésico y hacer votos para no andar haciendo reparaciones trepado en azoteas.
Esto de vivir solo tiene muchas ventajas, pero también sus graves inconvenientes, pues ante percances semejantes, corre uno el riesgo que alguien, a la semana se percate de que no aparecemos, y tras dar aviso a las autoridades, todo acabe en que lo encuentren a uno devorado por los perros de casa –que no tengo, justo para evitar tal macabro desenlace.
Pero presumía yo de buena salud, tanta que jamás he sabido es que me apliquen un suero, una intravenosa y mucho menos eso de tener que pasar siquiera más de un momento en un hospital: haciéndome una radiografía por un nuevo percance o, en el mejor de los casos, visitando a una persona internada.
Pero al amanecer del domingo, sin jarana previa, ni nada que no sea –según teorizo– la ingesta de un burrito de chicharrón en presumible mal estado, me pegó el soponcio, que también me dejó tendido (luego de un desvanecimiento y un golpazo en la cabeza), y pensando que ya se enterarían los vecinos un mes después de mi ya prolongada ausencia.
Como el asunto tiene su novedad y, además, se saldó de buena manera, ya daré detalles para la próxima.
Shalom para Israel y Palestina.
@mosheleher: Facebook, Instagram