Silencio

En una novela, una que no ha visto la luz, un personaje desarrolla una extraña tesis, a propósito de Walser: uno nace con cierto número de palabras dentro: mil, cien mil, diez millones… y cada cual expira justo después de decir la última de su reserva (los hay que no alcanzan a pronunciar ninguna, muertos prematuros que llegaron al mundo con el pecho vacío de palabras).

Para seguir con esa extravagante tesis (y me viene a la cabeza el señor ese que llena a este país cada mañana de su inmunda verborrea, o ese otro que aquí mismo, también de mañana… Pero basta, que ya están otra vez en el horizonte Úbeda y sus famosos cerros), habría que reescribir esa historia y, créanme, no es el momento, ni el lugar.

Flashback. Por mensaje, Yiyo, me envía un añejo documento audiovisual. En un estudio de televisión, uno de hace ya muchos años -30 o más años-, hay un pequeño grupo de personas. Él mismo, el ya fallecido matador Rubén Salazar, un grupo de jovencitos desarrapados, y uno que fui yo. Es un programa de toros, que conducíamos Ramón Francisco y yo, y allí estamos entrevistando, o algo parecido, al torero y a sus alumnos, que lo son de una de esas muchas, y fallidas, escuelas taurinas municipales.

Yo sé que aquel era yo, pero que ya nada tenemos que ver (salvo el ADN, supongo): llevo un pantalón de corte, una camisa y hasta una corbata. Hace siglos que me veo imposibilitado a vestir de tal manera; el pelo engominado y un extraño bigote, que tampoco me sienta bien; la piel tersa de un veinteañero; una voz aguda y nasal, juvenil.

El matador Salazar murió ya hace mucho; Yiyo por allí sigue haciendo lo suyo, con no poco predicamento; de aquellos adolescentes no sé qué decir, qué les trajo la vida; solo reconozco a uno de ellos, que algo hizo de novillero, se matriculó de torero con alternativa y lo dejó: falta de méritos o de oportunidades. No lo sé.

Me viene esto a la cabeza porque esta mañana reparo en que ya hace seis meses que hago mi actual programa de radio; mientras que estoy a la espera de saber si habrá o no segunda temporada de Babelonia, el programa de televisión.

Y ya poniendo reparos, observo que en esto de hablar, de hacer radio, televisión, de escribir en diarios, en revistas, ocasionalmente escribiendo algún libro, ya tengo un montón de tiempo: este año, en abril, hice ya 41 años escribiendo para los medios; para no ir más lejos, creo que en este mismo mes de mayo cumplo ya dos años en las páginas del Heraldo.

Cuando aquel programa ya tenía tiempo apareciendo en la televisión (leyendo noticias a cuadro en Canal 6, haciendo comentarios sobre libros en Televisa); y más haciendo radio: como operador desde los primeros años 80, y con algún programa de domingo en la noche, poco tiempo después, en una estación ya desaparecida.

Todo esto está bien; de hecho está de maravilla, a menos de que yo mismo tenga que admitir, y luego confesar, que a mí lo que me gusta, en el fondo, es quedarme callado.

Cuan seductora me resultó aquella idea de Kierkegaard que, deplorando el lenguaje de su siglo, el XIX, que veía ‘envilecido y degradado’ (que diría si hubiera sido testigo de lo que le han hecho las redes a nuestras lenguas), proponía, para limpiarlo, el lenguaje, declaráramos un año sabático a la palabra y, ergo, al pensamiento.

Ya metido en admisiones, debo admitir que puedo parecer hasta locuaz; alguna vez hasta charlatán y dado a la fanfarronería. Mi editor de poesía, que no se atrevió a decirme que no le gustó mi último libro, lo dijo de manera eufemística, usando de parapeto a Manrique y diciendo, en un gesto de urbanidad, que agradezco, que mi escritura era algo así como ‘una continua corriente verbal’: logorrea, para decirlo pronto y mal.

Y a pesar de todo, lo que a mí me gusta el silencio.

Lo que me gusta hacer de mañana los deberes (la radio, las pocas actividades donde tengo contacto con la humanidad), y luego, casi siempre antes de las dos, venirme a casa, echarme encima el pijama, comer, hacer la siesta, y quedarme aquí sin saber que allá afuera hay un mundo, y en ese mundo gente.

Leer, eso sí; incluso escuchar alguna cosa: un disco preferido, alguna cosa en la televisión, pero sin que de mi boca salga media palabra: no contesto ni el teléfono: si algo es tan urgente, pues ya me enteraré mañana.

Aquí ya me pondría a divagar sobre figuras como aquel Bartley, el de Melville; o sobre aquella Elisabet (sic, por piedad), de la película de Bergman -la que enmudeció en medio de una representación de no recuerdo qué obra de Sófocles-, pero como dijo el famoso escribiente: preferiría no hacerlo.

¡Shalom!

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