
Una publicación original para el Heraldo de Aguascalientes
Hace 20 años, por estas fechas, tuve un incidente en la Feria y en casa un bebé de un año; corté por lo sano: jamás me he vuelto a parar en ella.
Ya entonces aquello estaba desbordado. Yo, que fui niño cuando la verbena se limitaba al Jardín y a la calle de Carranza, y que vi como fue creciendo, ganando terreno y saliéndose de madre (y de paso convirtiéndose en un negocio de muchos ceros), no he vuelto a sentir la tentación de aparecerme por allí.
Recuerdo una de mis últimas noches por allí. Yo estaba sin beber una copa, acompañando a un grupo de españoles, y cuando me volví a casa, a eso de la una de la madrugada, sentí una sensación de tensión que no había sentido antes. Sentí que los había allí, por montones, que acudían no a divertirse sino a manifestarse desafiantes, con un destello de resentimiento y rencor social en las miradas sombrías.
Estaban también, claro, los de siempre. Los visitantes, los turistas, los feriantes habituales, todos los que buscaban allí un poco de evasión: para eso están las fiestas populares.
Debo admitir que fui, cuando joven, un feriante conspicuo; un habitual, un juerguista y un trasnochador. Vi que la fiesta cambió y también admito que yo mismo cambié otro tanto: envejecí.
—No le des vuelta —me dijo uno—, esta ya no es la feria que nos tocó vivir; ya no es para nosotros.
Por ese lado el asunto está claro: la disfrutamos mientras nos correspondía disfrutarla y ahora ya nada se nos perdió allí.
Otro asunto muy distinto es el asunto de las corridas, que eran los únicos eventos a los que acudía con alguna asiduidad. Llegaba por la parte de atrás de la plaza, veía la corrida, salía por donde mismo, y tomaba mi ruta de escape para alejarme de allí terminado el festejo.
Hace unos años pude viajar para la Semana Santa a Sevilla, de donde, ya en la Pascua, me marchaba a Cataluña o a cualquier otra parte, coincidiendo con los festejos del pueblo, lo que me mantenía lejos y despreocupado.
Luego, en años recientes en que he limitado mis viajes por pura incapacidad de viajar, fui espaciando mis comparecencias, de tal manera que de un serial de una docena de corridas, elegía las tres o las cuatro que me aprecían atractivas.
Luego la pandemia, luego asuntos personales, de tal manera que el año pasado fui a solo tres festejos, los tres por invitaciones que no pude rechazar, más por cuestiones de amistad que por atractiuvo taurino, que poco hubo en el serial del año pasado. Los tres festejos a los que acudí el año pasado fueron soporíferos.
No, no me volví antitaurino, aunque debo admitir que, como a Sánchez Ferlosio, me comenzó a molestar lo chulesco qué hay entre algunos personajes de la Fiesta; también se me acentuó la sensación de que la tauromaquia vernácula estaba desarrollando una versión degradada de la ibérica.
Prueba de ello es que en el 2021, que pude estar en España, la pasé de lo lindo en las corridas que pude ver en Sevilla, ambas con Morante en plan Morante (‘Morante reinventa el toreo’, tituló el ABC hispalense la reseña que ocupó su portada tras la primera presentación del de la Puebla), y en el festejo de la Hispanidad que vi, unos días más tarde en Madrid -puerta grande de Ginés Marín, incluida.
Ayer domingo estaba en el club, muy quitado de la pena, platicando con un amigo, viendo pasar a los que iban de prisa a comer, para luego irse a la corrida; pensar en acercarme al tráfico de las inmediaciones y pasar la tarde viendo lo que vieron los que acudieron a la Monumental, me producía un malestar espiritual parecido a la agonía.
Así las cosas (ni ganas, ni billete, ni siquiera dinero para comprar uno), me vine a casa, comí una torta de carnitas con guacamole, hice una siesta y me puse a leer el ensayo de la Sontag sobre Godard, sin acordarme siquiera que había corrida. Hoy lunes desperté de lo más fresco y más preocupado de mis problemas, que no son pocos, que de lo que luego me platicaron varios amigos que son buenos aficionados: que se sentían (¡otra vez!) timados.
¡Shavua Tov!
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