
Una publicación original para el Heraldo de Aguascalientes
Dicen que Sartre decía -y no me consta, pese a su acercamiento postrero al judaísmo-, que más que no creer en los asuntos del más allá, a estos los veía ‘con el rabillo del ojo’; yo menos que eso, suelo no pensar mucho en asuntos que van de la vida después de la vida, al sexo de los ángeles, porque entre mis muchas carencias está la de la fe.
Digamos que en mi rechazo de mentiras consoladoras, también he optado por quedarme sin consuelos.
Como sea andaba, gracias al ensayo de la Sontag sobre Bresson, el más católico de los genios de su peña, por los caminos del cura rural de Bernanos, aquel atormentado santo Abricourt, tan cerca de Dios y tan cerca también del diablo, de esa inconmensurable novela que leí hace ya muchos años.
Yo de misa no soy, ni siquiera de entrar a templos. Recuerdo aquella helada mañana de un noviembre de hace unos años en que, de plano, me negué entrar a la Abadía de Westminster, por no pagar las 10 o 20 libras que cobraban para ingresar en tal lugar de culto, por más que me perdiera de ver las tumbas de Newton, de Kipling, de Livingston, Darwin, Chaucer y de no sé cuántas y cuántos reinas y reyes británicos y por más que se trate de un templo anglicano.
Pasé una mañana de perros, calentándome las manos, que es un decir, con una enorme taza desechable de té, mientras que la expedición con la que iba se tardaba las horas en la visita.
Según yo mis últimas visitas al interior de un templo, antes de que hacer turismo religioso comenzara a cobrarse, fueron, una que hice a la cripta de la Sagrada Familia de Barcelona, recién mudado al barrio dominada por esa siniestra construcción; y tiempo más tarde, por razones más bien cómicas, a la cripta de Santa Eulalia, en la catedral de esa ciudad.
De vez en vez, eso aquí, acudo a las afueras de algún templo, a saludar a los deudos de alguna persona querida que muere, siempre sin pasar del umbral. Nada, me digo, se me ha perdido dentro.
En algunos templos han puesto altavoces en los atrios, de tal manera que me llegan los ecos de la celebración, donde compruebo que no he olvidado una palabra de la misa, la que escuchaba hasta tres o cuatro veces diarios en mi niñez, cuando fui acólito en el templo de mi barriada, El Encino.
En fin que con el cura Ambricourt en la cabeza, y su diálogo con la Condesa, anoche acudí al templo qué hay en Los Bosques, a saludar a una familia que siento cercanas, que acaban de perder a una pequeña apenas de unas semanas de nacida.
Hice lo de siempre: llegué a posta en lo que suponía el final, sin contar en que la celebración se prolongaría y cuando me acomodé en una banca del atrio aquello no iba ni a la mitad; di un pequeño paseo; rechacé de un gesto hosco a una extraña mujer que intentó hablarme; me fumé uno, dos, tres cigarrillos.
Para ubicar a la familia que iban a saludar (el templo tiene muchas salidas), entré un par de veces, para salir de nuevo. Luego, por pura curiosidad, decidí quedarme los últimos minutos, para enterarme que tres familias dolorosas, estaban allí para despedir a tres personas muertas: dos jovencitas, una apenas adolescente y la otra no mucho mayor (había fotos de ellas sobre dos atriles), y la pequeña, nieta, sobrina e hija de queridos amigos.
No me desintegré, no me salió humo, no me fulminó un rayo; obviamente no estaría aquí escribiendo esto.
Treinta años ha, o incluso más, que no estaba dentro de un templo durante una misa, así que pese a todo -pese a mi niñez de monaguillo, a una primera juventud de una piedad menguante-, aquello tenía para mí el aire de novedad.
Primero, y principalmente, me conmovió el drama de esas familias; a saber qué tragedia había arrancado la vida a esas dos jóvenes; luego el rostro adusto de los comulgantes, que veía venir por los pasillos luego de recibir la hostia; frente a un sagrario enorme, ubicado en un rincón junto al altar, una mujer -supongo que también muy joven-, permaneció reconcentrada y de rodillas hasta que terminó la misa.
En cambio las palabras del cura me resultaron chocantes, aunque solo al principio. Pronto, mi observación atenta a los rostros de los fieles (algunos de ellos conocidos míos), provocó que dejara de prestarle atención. Como quien oye misa.
¿Qué esperan los que esperan? Es una palabra legítima de alguien que no espera nada, o casi nada.
Antes de que pasaran a no sé donde, seguro un recinto para los nichos, donde se depositaron las tres pequeñas urnas, saludé rápido a algunos de la familia que me llevó allí y me vine al silencio de mi casa, procurando no pensar nada más. O seguirlo viendo, y no viendo, con el rabillo del ojo.
¡Shalom!
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