Moshé Leher, cabeza

Otros tiempos, claro

In Memoriam

Moshé Leher, cabeza

Una publicación original para el Heraldo de Aguascalientes

Con pesar, de verdad, me enteré hace unas horas del deceso de la maestra Miriam Cruz de Barberena, de quien sabía -llevaba años de no verle-, que tenía ya tiempo delicada de salud.

Pronto, al evocar su imagen, me vinieron imágenes de tiempos mucho mejores, para mí y para muchos: estamos hablando de otros tiempos: tiempos más pacíficos, de una concordia colectiva ya extraviada (quizá para siempre), de otra política de reglas más claras, de un país menos dividido y convulso.

Ya sé, claro, que hablar de que tiempos pasados fueron mejores es un signo de nostalgia por la juventud ida; en mi caso de un pasado que no presentía, ni por asomo, un futuro que se volvería ominoso.

Yo vivía en Guadalajara, como un despreocupado universitario, con los sueños intactos, cuando me enteré que el ingeniero Barereba sería el candidato y seguramente el gobernador de estas tierras; no somos pocos de entre los amigos y conocidos de antes que coincidimos que se trató del último de los grandes mandatarios de estas tierras, aunque en este asunto cada cual hablará de la feria según le haya ido en ella.

Luego de él llegarían los rencores que alguno trajo cuando llegó a Palacio, la incapacidad de un improvisado, la frivolidad de un ambicioso… Mientras tanto la política se degradaba en el país, la inseguridad se fue extendiendo por todo el territorio, la sociedad se dividió en bandos irreconciliables.

Pese a la cercanía familiar, la verdad es que poco traté yo a los Landeros; fue el ingeniero Barberena primer gobernador con el que tuve trato habitual: yo trabajaba de reportero y el roce era casi cotidiano, mientras que fue él quien abrió las puertas del alto funcionariado a mi generación. Muy frecuentemente chocábamos, o más bien él chocaba conmigo: tenía un carácter de prontos iracundos proverbiales, aunque un corazón generoso.

A la señora Miriam le traté, entonces, mucho menos; más tarde, ya fallecido prematuramente el ingeniero, por razones familiares le encontraba de vez en vez y siempre quedé maravillado por su sencillez.

No es poca cosa, o más bien dicho, no era poca cosa eso de ser primera dama y entregarse -de cualquier manera, dependiendo del carácter de cada uno-, a encabezar la asistencia social; y si la señora Azul Verdugo, que casualmente falleció hace unos días apenas, se destacó por su gran carisma, la señora Mirita lo hizo por su sencillez, una sencillez que venía de su fortaleza.

Después de ella vendrían a ocupar el cargo honorario y las responsabilidades, que no eran pocas, personas con otras características; yo recuerdo especialmente la vocación de entrega de la señora Carmelín, quien, como la señora Azul y como la señora Miriam, no dudaron al entregarse a la tarea de servicio que les llegó por azares de la carrera de sus esposos.

No faltó, cuando esa imagen ya francamente en desuso era todavía relevante, quien asumió el papel como una carga, o quien pretendió desde allí construir su propio proyecto político, pero eso es otro asunto, ahora ya nimio cuando eso de las primeras damas parece ya un asunto de un pasado, cuyo sabor en estos tiempos revueltos es el de lo rancio y caduco.

Es lo que tiene llegar a cierta edad: mira uno con nostalgia los tiempos que nos fueron mejores, en tanto la vida nos hace testigos de cómo van muriendo, primero nuestros mayores, las personas con las que alguna vez coincidimos en algunos pasajes de la vida, para luego comenzar, como me va pasando a mí, a despedir a los amigos y contemporáneos.

Es un cliché, pero no nos queda de otra: así es la vida.

Nunca pudimos amistarnos del todo Martín y yo, aunque de vez en vez que lo veo nos saludamos con lo que, supongo, es una mutua cordialidad; desde aquí le mando un abrazo solidario, con mi sincero pesar.

¡Zijroná librajá! (Qué su memoria sea una bendición).

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